Ulises, hijo sagaz de Laertes, llegó a Eolia al mando de una flota de doce naves y los soldados valientes, que soñaban con el regreso a su patria.

Eolia era una isla rocosa y flotante amurallada en bronce para proteger a su morador, el Señor de los Vientos. Los dioses olímpicos le habían dado al rey Eolo la misión de gobernar y distribuir los vientos, tarea que hacía con gran eficacia.

Apenas traspasaron las brillantes murallas y estuvieron en aquellos magníficos jardines, Ulises y sus marineros se sintieron a gusto; felices de poder reponer fuerzas en los dominios de un anfitrión tan hospitalario.

Eolo recibió a los griegos con todos los honores, porque la gloria de Ulises era famosa en el mundo entero; y la noticia de la gran victoria de su ejército sobre los troyanos había corrido de reino en reino.

-Quédate aquí el tiempo que quieras, Ulises. A cambio sólo te pediré un gran favor – dijo Eolo.

-¿Qué puedes querer de mí, Eolo? No soy más que un hombre lejos de su patria que quiere volver. Pero dime y trataré de cumplir tu pedido – respondió Ulises.

-Quiero saber lo que ocurrió en Troya. Sé que tu ejército ha vencido. Tú cuéntame y yo haré que nunca falte el vino y la carne en esta mesa para tí y tus marineros.

Rodeado de sus doce hijos – seis varones y seis mujeres – y su esposa, el Señor de los Vientos se dispuso a disfrutar el retrato del astuto Ulises.

Y el héroe griego habló del asedio, de sus incursiones a la ciudad disfrazado de mendigo, de la muerte de Héctor, el mayor héroe troyano, a manos de Aquiles, el destructor de ciudades, el de los pies veloces. Todo contó Ulises, de principio a fin. Desde que se juntaron las mil naves en un puerto griego, hasta que su ejército se afianzó en la ciudadela troyana. Y conforme su relato avanzaba de jornada en jornada, de banqute en banquete, el recuerdo de su patria y de su familia lo consumía por dentro. Al cabo de treinta días, el héroe vio lágrimas en algunos de sus hombres. En sus ojos nuevamente reinaba la nostalgia; y mirando el mar lloraban por el deseo de encontrarse con sus seres queridos. El mar, el inmenso mar los separaba, el anchuroso mar, cuyas aguas batía Poseidón, enemistado con los griegos y aún más con el propio Ulises: aunque todavía no habían comenzado las verdaderas penurias. Porque estaban allí, en Eolia, y el Señor de los Vientos era muy generoso con los viajeros.

Cuando Ulises le comunicó su deseo de irse, Eolo se mostró muy comprensivo y luego le dijo:

-Ven, Ulises, te daré un regalo.

Lo llevó a un aposento retirado del palacio, por galerías sombrías en las cuales el aroma de flores secas y antorchas ardientes creaban una atmósfera sugestiva. Ulises, el de heroica paciencia, sintió que pronto se revelaría un secreto y así fue. Eolo tomó algo de un arcón; un gran odre de cuero de buey, cerrado.

-Aquí dentro, prudente Ulises, están todos los vientos atrpados, menos el Céfiro, pues ese te llevará a tu querida Ítaca. Todo lo que debes hacer es mantener este odre bien cerrado y no abrirlo por ningún motivo.

¿Acaso podría recibir un marino un obsequio más necesario? ¡El viento que lo llevaría de retorno a casa!

Ulises ató el odre a la proa del barco con un hilo de plata y les informó a sus hombres que debería permanecer cerrado, siempre.

-De ningún modo deberán abrirlo. Sépanlo; si lo mantenemos tal como está tendremos vientos suaves y favorables.

Durante nueve días navegaron sin ningún contratiempo. En todo el trayecto Ulises no durmió, y se mantuvo en el timón; tal era su afán por llegar a la patria.

Al amanecer del décimo día se hicieron visibles montañas y bosques dispersos en las laderas.

-¡Llegamos a casa! – anunció Ulises a los esforzados remeros.

-¿Y qué son esos resplandores? – preguntó uno.

-Son los fuegos que encienden los pastores de cabras, para que las fieras no se acerquen.

Las montañas y los fuegos de la patria estaban ante la vista de los guerreros. ¡Qué hermosa visión para los cansados ojos de Ulises! En ese preciso momento su cuerpo – siempre tenso y alerta – se relajó; sus párpados comenzaron a estremecerse y la dicha por ver su tierra lo arrulló como si fuera un niño en lo brazos de su madre.

Ulises se quedó profundamente dormido.

-¿Duerme Ulises? – preguntó un soldado a otro, con tono desconfiado.

-Se ha quedado rendido, sí – dijo el otro.

-Ya casi estamos de vuelta y no son muchas las riquezas que llevamos a nuestros hogares. Sabes, no sé si Ulises ha repartido todo el botín… – continuó el desconfiado.

-Es cierto… ¡pocas riquezas para una guerra tan larga! En cambio Ulises… dice que no toquemos ese odre que le dio Eolo. ¡Ja! Apuesto que está lleno de oro… ¡Él sí que llevará un buen botín a su hogar! – afirmó el segundo.

Un tercero fue más allá:

-¡Mi esposa se burlará de mí cuando vea lo poco que llevo! ¿Has faltado de casa diez años para esto? Eso me dirá, sin duda.

De inmediato cortó el hilo de plata y abrió el odre . Los vientos, retenidos a la fuerza por la voluntad de Eolo, ahora salían libres al fin y salieron como caballos desbocados. Lo primero que hicieron fue compertir por ver cuál soplaba del modo más violento y pronto se mezclaron, para provocar remolinos violentos y súbditos cambios de dirección. Las naves comenzaron a virar en redondo y luego, para horror de los soldados, cambiaron de rumbo y se alejaron de la costa. Ítaca, que había estado tan cerca, se esfumó en la distancia.

Ya era tarde para lamentarse por el error y la traición cometida a su capitán. Ulises despertó por las terribles sacudidas y la conciencia de la ingratitud de sus hombres lo paralizó un momento, pero luego tuvo que luchar contra el desastre: los maderos crujían, los hombres arrepentidos lloraban y le rogaban perdón.

-¡Siempre fui justo con ustedes! ¿Por qué me traicionaron? ¿Acaso no repartí en partes iguales cada botín?

Los sollozos y lamentos abundaron. Nada consolaba a aquellos hombres curtidos: la estúpida ambición los había cegado y ahora no tenían cómo volver atrás.

Ulises estaba furioso, pero se contuvo y decidió perdonarlos.

Los vientos desatados llevaron a las doce embarcaciones – difícilmente controladas – por segunda vez a la isla de Eolo.

El prudente griego con dos de sus hombres marchó a la mansión del Señor de los Vientos, esperanzado por una nueva ayuda; el resto se quedó en la playa, para comer y descansar. Cuando Eolo vio a Ulises se quedó muy sorprendido; ya no había en sus ojos rastros de bondad, sino que lo miraba con un gesto contrariado, cercano al temor.

-¿Qué haces aquí? Te envié de regreso a tu patria y ya deberías estar en ella. ¿Eres un fantasma o qué?

Ulises le contó lo que había sucedido: que ya estaba en las costas de su isla añorada, cuando se durmió y sus hombres cometieron la torpeza de abrir la bolsa de los vientos.

Esto no hizo más que hacer estallar de cólera a Eolo, quien enseguida le advirtió:

-¡No quiero verte en mi mansión! Sin dudas, Ulises, un dios poderoso te odia y está deseando que no llegues a tu patria. ¡Vete!

Ulises no podía hacer otra cosa que acatar la decisión de Eolo, quién le cerró la puerta de su palacio. Él y los hombres que lo acompañaban regresaron a la playa y comunicaron la mala nueva a los demás.

Esa misma tarde emprendieron la retirada de Eolia, redoblando el esfuerzo contra los vientos mezclados, para intentar dar buen rumbo a sus embarcaciones.

Al cabo de seis días de navegación, una súbita calma reinó en el mar y avistaron una costa cercana. Ulises, el rico en ingenio, prefirió dejar su nave en un peñasco, no muy cerca de la orilla, y descender en bote. El resto de las naves de su flota amarraron en un fondeadero seguro y protegido de los vientos. Pensaron que si los nativos fueran hostiles, de todos modos podrían huir con facilidad.

Ya en tierra, Ulises subió a una cumbre y no pudo ver pastores ni actividad alguna; solo unas lejanas columnas de humo, que indicaban la presencia de casas habitadas.

Mandó a una patrulla compuesta de tres hombres a explorar en la dirección del humo. Los soldados, ya en camino, por un rato no vieron más que árboles y algunos animales, hasta que llegaron a una fuente de agua, en la que una doncella juntaba agua en una vasija.

Siguiendo las instrucciones de Ulises, los hombres se mostraron amistosos y le pidieron que los guiara hasta las autoridades de la isla.

-Mi padre es el rey, síganme. Serán bienvenidos en el palacio – dijo la joven con una sonrisa.

Entraron a una ciudad compuesta por mansiones de una altura imponente. La muchacha se detuvo ante el palacio de padre y los invitó a pasar. Una vez en el interior de una sala descomunal, conocieron a la madre de la joven. Esta mujer era gigantesca. Al ver a los tres soldados no se dignó siquiera a saludarlos y llamó a su esposo.

El rey, un coloso barbado, de gesto fiero, entró a la sala dando grandes zancadas; de inmediato tomó a un soldado por las piernas y la cabeza y lo partió en dos contra sus rodillas, como si fuera una rama seca. ¡Cómo crujieron aquellos huesos!

-¡Eh, cocinera, aquí tienes! – gritó, y viró su mirada hacia los otros soldados, como para continuar la tarea.

Horrorizados, los sobrevivientes escaparon del palacio, pero Antífates comenzó a llamar a sus súbditos:

-¡Hay extrajeros! ¡Que no escapen! ¡Todos tras ellos!

Esa fue la bienvenida para Ulises en Telépilo de Lamos, la espantosa capital de Lestrigonia, donde vivían los gigantes caníbales que comían a todo extranjero que atracara en sus riberas.

Las calles de la ciudad se llenaron de lestrigones que se divirtieron atrapando a los osados visitantes. Algunos subieron a una cumbre y desde allí arrojaban rocas al fondeadero para destrozar las naves; entretanto otros buscaban a los griegos en el agua como si fueran peces y a medida que les quitaban la vida, lo apilaban en la orilla. Ulises alcanzó a herir con con su espada a varios gigantes y salvó a muchos de sus soldados, luego les ordenó que corrieran juntos hacia una caverna donde permanecían ocultos los botes y desde allí remaron hasta el alejado peñasco. Ulises cortó con su espada la soga que retenía a la negra y ligera embarcación.

Se alejaron de la costa, mientras los lestrigones aullaban y maldecían desde las cumbres, profiriendo amenazas y lanzando piedrasque no podían alcanzar a los fugitivos. La solitaria embarcación continuó su marcha y los hombres sentían en sus corazones alegría de estar vivos; aunque de inmediato se lamentaban porque el resto de sus compañeros había muerto en aquella isla del horror.

Fue así como Ulises perdió todas sus naves, menos la que él conducía. Y sus pesares todavía no habían terminado: aún le faltaba perder más, aún le faltaba mucho para llegar a su patria.

  1. ¿Qué regalo hace Eolo a Ulises? ¿Por qué es un regalo adecuado para el héroe?
  2. ¿Quiénes y cómo eran los lestrigones?
  3. ¿Qué expresiones acompañan la mención de Ulises?
  4. «Nostos», en griego, significa «regreso a patria». ¿En qué hechos de la narración se observa la nostalgia de los griegos por «regresar a su patria». ¿En qué hechos de la narración se observa la nostalgia de los griegos por regresar a su patria? Justificá tu respuesta con citas del texto.