Por estos días se ha puesto muy de moda cierta oscuridad amable. Caricaturas con monstruos que no asustan, vestimentas oscuras para personas sensibles, caricias que lastiman, apariencias que engañan (un poco, al menos). Curioso es que esto ya existía, desde tiempos, culturalmente posmodernos, inmemoriales.

Sussex, Inglaterra, 1976. La evolución con nombres propios: “The Obelisk”, “Malice”, “Easy Cure”, “The Cure”. Denominador común: Robert James Smith.

Desde sus inicios The Cure marcó diferencias. El mundo abría su boca al ver el desenfreno de la ola punk británica encabezada por Johnny Rotten y sus Pistols. La beatlemanía ya era historia y el heavy metal recién abría sus ojos. Fuera de todo esto, Smith y sus antiguos compañeros de secundaria imaginaban la música del nuevo mundo, la alternativa, la cura.

Hay una tarea que resultó y resultará para siempre imposible de realizar: categorizar a esta banda. Se la ha nombrado gótica, post-punk, alternativa… Según su líder The Cure hace música de The Cure, simple. Acepto de entrada decir que siempre me agradaron los artistas que tienen su sello, su estilo; cuando uno los lee, los ve o los escucha se da cuenta que son ellos. Y esto ocurre desde hace ya, más de cuarenta años.

Caer en una sentencia fácil es afirmar que escucharlos un domingo por la tarde nublado no es algo que ayude a levantar el ánimo, pero no es lo depresivo lo que los hace únicos. Muy por el contrario, la delicadeza de los acordes, la voz temblorosa y tímida, las melodías penetrantes hace que la templanza del espíritu se eleve y alcance cierta contemplación sublime, mágica. Incluso a uno lo sorprende el optimismo y la dulzura.

Vasta ha sido su trayectoria y ha dejado enorme cantidad de gemas, dignas de ser descubiertas y disfrutadas: a la cabeza “Boys don’t cry”, una canción de lágrimas contenidas, de reflexión, de crecimiento. El paso de niño a hombre. Reconocedor de que no todo lo que lo rodea es controlable, que el amor está, pero se debe trabajar en él y por él, sacrificar. Con una melodía capaz de conmover hasta al más duro y hacerlo entrar en un ritmo de instrospección existencialista, no sólo sufriendo por lo que se fue, sino alegrándose por lo que vendrá. Más acá en el tiempo “The end of the world”, con una temática similar, aunque más explosiva, ardiente. La maravillosa “Plainsong”, muchas veces usada como puerta de entrada a las presentaciones en vivo, haciéndole saber al público (tal como me sucedió a mí en el estadio de River, aquel 12 de abril de 2013) que la cosa va en serio, que a partir de ese momento todos los sentidos van a ser puestos a prueba. “Closedown”, expresando los deseos de que esos corazones se llenen, que la broma asesina en algún momento termine y que, una vez en la vida, nos reconforte el sueño. El horror de pesadilla nos es presentado en “Lullaby”, donde el sueño aquí no será reconfortante, en absoluto. “Taking off”, declara la guerra a quedarse quieto y estancado, dándonos una saludable cantidad de oxígeno. “Mint car”, la canción que alegra hasta a las gotas de lluvia y “High”, flotando allí, como Robert en el barrilete del videoclip.

La influencia de The Cure, en estos años post MTV, es un poco más difícil de teorizar, pero seguramente a excedido los límites de la música. Su imagen, por ejemplo, ha sido vista en cantidades de filmes, por ejemplo en la fantástica “Edward Scissorhands”, del inefable Tim Burton. El joven manos de tijera, con su cabello enloquecido, su vestimenta oscura, su palidez y su corazón inocente es fiel reflejo de que nos ha querido decir Robert Smith durante toda su carrera. Y ahí está otra vez, una mirada cándida sobre un mundo prefabricado y hostil. Pero hablábamos de música y es raro encontrar un artista respetable que no respete a The Cure. Desde Korn, unplugged incluído, hasta el ya inmortal David Bowie. Desde el malvado señor Marilyn Manson hasta los elegantes señores de Interpol. Todos son deudores del estilo Cure. Las razones son muchísimas, pensarlas no es en vano, pero ir a la música es un desafío más noble y más alimenticio.

La primera adolescencia me ha encontrado con estos sonidos que me han acompañado por siempre, que me han dado respuestas en tiempos inciertos y que me han dado preguntas en momentos de ocio. Y me permito hablar de ellos, por la cercanía que siento, por la conexión anímica que se me figura y por las ganas que tengo, ni bien termine de escribir, de volverlos a escuchar.

Matías L. Corbani